Joaquín Sabina a la Academia de la Lengua
Sabina continúa emocionando y entusiasmando a quienes le seguimos desde hace años, porque amores que matan nunca mueren, suele decir él en su canción Contigo que forma parte del repertorio de su gira que recaló este fin de semana en La Coruña. Tuve la fortuna de escucharlo este jueves en el Coliseum de esta ciudad, que vive un momento espléndido por la mano invisible de su ciudadanía. Sabina ejerció su magisterio de trovador en uno de los recintos que más felicidad ha dado a los coruñeses. Fue una idea ambiciosa en su día del histórico alcalde Paco Vázquez. Hoy los vecinos y visitantes de esta ciudad disfrutan de una oferta de espectáculos que viene de lejos y que se ha convertido en uno de los imanes de una urbe que siempre se definió como aquel lugar donde nadie es forastero. Y allí estuvo Joaquín Sabina, como también lo hará hoy. Escuchándole, una vez más, llegué a la conclusión de que su obra forma parte ya de la mejor poesía contemporánea en lengua española y que sus palabras, que a veces nos matan un poco, nunca morirán. El verdadero éxito de un cantante es cuando su obra ya no es de él sino de los millones de personas anónimas que en la intimidad o en público cantan o tararean sus canciones.
Esa reflexión me animó a escribir estas líneas. No sé si alcanzarán a ser leídas por Santiago Muñoz Machado, director de la Real Academia de la Lengua, pero aún a riesgo de caer en el infecundo desierto de la indiferencia, voy a atreverme a proponer desde aquí que Joaquín Sabina, como Andrés Amorós, deberían ser académicos de la Lengua. Pocos autores han exprimido los campos semánticos de las palabras como el cantante de Úbeda que confundió las luces de neón con estrellas. Pocos escritores han abusado tan acertadamente de las paradojas como cuando escucho decir atrévete al cobarde. Me recuerda en eso al añorado Julio Camba, que pedía perdón por no tener tiempo para escribir más corto. Pocos artistas supieron retratar mejor a su generación que él, que se duerme en los entierros de sus coetáneos.
Si el talento debe estar presente en la Academia, Joaquín Sabina, a sus 76 años, debería ocupar una silla de tan honorable institución. Lo debe hacer para que el corazón no pase de moda y para que ser valiente no salga tan caro. Me consta que es riguroso en la escritura, que trabaja con denuedo sus textos, que no improvisa y que las musas, como dice él, son caprichosas, pero siempre afloran cuando estás trabajando. No es la primera vez que hago esta reivindicación. La hice ya en otro astrolabio en ABC. Entonces, tenía la esperanza de que Sabina llegase a escribir una Tercera, el artículo por antonomasia de la prensa española. No llegué a hacerle esa propuesta porque nunca logré hablar con él. Formo parte de esa legión anónima y millonaria que hemos disfrutado de sus canciones, que nos hemos emocionado con ellas y hasta llegamos a utilizar sus palabras para cauterizar las cicatrices del desamor, cuando no para seducir con desigual suerte. Al fin y al cabo, todos queremos que el fin del mundo nos pille bailando.
Aquel joven Joaquín Sabina que tocaba la guitarra en la hermosísima plaza de Úbeda y que como tantos otros acabó amando Madrid, merece el reconocimiento a su obra literaria. Es más simbólico que otra cosa. Seguramente él prefiera el Premio Cervantes, porque la Academia tal vez concluya diciendo «Hola y adiós».
