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Nunca he podido con los enrollados. Esos que defienden a capa y espada la libertad de la nutria y la dignidad del pingüino imperial pero que no pestañean a la hora de amargarle la vida a su vecina del rellano. Porque, oye, están en su derecho de hacer, decir y opinar lo que les venga en gana.

Los que me conocéis me habréis oído hablar de esto alguna vez. De los hipsters que se quieren diferenciar y terminan uniformados con barba, tote bag, gafas de pasta y camisas vintage pagadas con Apple Pay. De los hippies que demuestran su conexión con la tierra recibiéndote con una salva de eructos (según ellos, es una forma ancestral de liberar la energía del chakra garganta) que huelen más a porro reseco y calimocho barato que a conexión cósmica con la Pachamama. De los intelectuales que aplauden la última paja cinematográfica de Paolo Sorrentino y sitúan a Parthenope en el Olimpo del celuloide.

Antes se les veía el plumero. Ahora, la incoherencia se les cuela en cada hashtag. Porque hoy todas esas especies utilizan X (la red antes conocida como Twitter) para convertir cada conversación en un catálogo de causas pendientes, todas muy urgentes salvo las que tienen que ver con la persona que tienen al lado. 

Se les reconoce fácil. Lucen en la bio una retahíla de banderas: arcoíris, antitaurina, vegana, antiespecista, ciclista, republicana, animalista, eco-friendly, deportivista, runner, feminista y antifascista. Sin pudor. Convencidos de su coherencia. Hasta que hay que tomar decisiones y ya no les da el discurso. O hasta que llega el momento de echar mierda y lo hacen sin medida, como si padeciesen enfermedad de Crohn y se les hubiese aflojado la ostomía. Salpicando a quien haga falta. A la sala Garufa, por ejemplo, que ha tenido que sacar un comunicado porque a un político se le ocurre celebrar allí, por adelantado, su cumpleaños. Porque, después de 34 años programando cultura, hay quien decide calificar al local de karaoke y prostíbulo.

Alberto Núñez Feijóo se equivocó. Ha perdido una buena oportunidad. Por una vez, parecía cercano. Un padre que lleva a su hijo al fútbol. Un hombre que comparte risas con amigos y se anima a cantar con la banda residente del local aquello de Mi limón, mi limonero, de Henry Stephen. Podría haber sido la escena perfecta para mostrarse como una persona de carne y hueso.

Pero no,  porque a la hora de subir el vídeo a Instagram, nuestro protagonista, creyendo que el ingenio lo acompaña, decide comentar «me gusta la fruta». Y, claro, lo que era una estampa tierna se convierte en un cítrico podrido. Y ya no hay yeah, yeah ni oh la la que lo salven.

Esa coletilla frutal demuestra la incapacidad de escapar del barro, la necesidad de lanzar el guiño sectario. La política como cárcel de sí misma.

Que el líder que se vende como serio y moderado abrace el eslogan más chusco del repertorio ayusista es como si Massiel hubiera ganado Eurovisión berreando Paquito el chocolatero. El hombre que prometía política adulta se nos descuelga con el insulto velado más adolescente de la política patria. Y claro, los ministros socialistas se indignan como si Feijóo hubiera sacado el repertorio completo de Siniestro Total en prime time o como si cantar en un bar fuese el equivalente a invadir Polonia. Política de altura. La democracia convertida, más que nunca, en un late night perpetuo.

Mientras, los problemas reales –la vivienda, los salarios, la sanidad, la educación– siguen sonando en la trastienda, sin que nadie les suba el volumen.

Y yo, que confieso que canto mucho peor que el líder de la oposición, me pregunto: ¿de verdad es esto lo que necesitamos? Porque entre tanto cítrico politizado, tanta bio enardecida y tanto hashtag impostado, lo único fresco que queda es el Garufa. Todo lo demás está pasado, fermentado y listo para hacer vinagre.