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“Make la Falperra Great Again”

En otra era geológica, cuando los dinosaurios todavía pastaban lozanos en las cumbres de la Zapateira, escribí un artículo sobre la paradoja de que la fachada del palacio de María Pita estuviese construida con piedra de una cantera de Vigo. ¿La razón? El granito del monte de San Pedro coruñés es lo que, entre la técnica y la poesía, se conoce como piedra llorona. No da la talla.  Así acabó el ayuntamiento de Coruña revestido de esas losas que en el sur de Galicia lo mismo usan para sostener las viñas que para cerrar la finca. Titulé el texto “Pedrada al coruñesismo”. Pero alguien pensó que el titular era demasiado rotundo y el pobre acabó en la isla de los titulares tumbados. Decir que un titular es demasiado rotundo es como decir que alguien es demasiado coruñés. Nunca se es demasiado coruñés. Uno nunca acaba de ser lo suficientemente coruñés porque ser coruñés es un horizonte vital, no una oposición a auxiliar administrativo que se aprueba y listo.

Recuerdo esta historia ahora porque me gusta resucitar frases muertas y porque siempre me han fascinado las paradojas. Y si entonces tropecé con aquella pequeña muestra grabada en piedra de que ni siquiera lo más coruñés es tan coruñés, sino también un poco vigués, hace unos días me di de bruces con la prueba irrebatible de que tampoco lo más vigués es del todo vigués, sino que incluso es un poco coruñés.

Durante un paseo veraniego por Vigo, acabé frente a la antigua Panificadora, en la calle Falperra, donde el escritor Xavier Queipo y el artista Cé Tomé mantienen abierto uno de los tesoros desconocidos de la maltrecha cultura autóctona. En el local Río Lagares comparten espacio los vinilos, los libros y el arte. Todo fuera del tostón habitual de la oficialidad cultureta y académica. Trasteando entre los discos y las páginas, vi un perchero con camisas llenas de flores y de gatos. Y allí estaba. Una sudadera roja con letras blancas, donde se leía, pasando la América profunda de Trump por el filtro de las legendarias cuestas de Vigo: “Make la Falperra Great Again”. El lema me pareció maravilloso y le solté a Cé Tomé:

-¿Pero te das cuenta de que esta sudadera vale tanto para esta Falperra de Vigo como para la Falperra de Coruña?

“Make la Falperra Great Again” es a la vez un guiño a una calle de Vigo oculta en la cara oeste de su icónica Panificadora y un canto a un barrio irreductible de Coruña que ahora, no sé cuántas mudanzas después, también es un poco mi barrio, con sus cuestas imposibles y su urbanismo a medio camino entre el pueblo marinero y la gentrificación que todo lo engulle. Digo que la Falperra ya es también mi barrio porque los coruñeses, como los de Bilbao, nacemos donde nos da la gana. Por eso, como la mitad de los coruñeses, me fui a nacer a Lugo (qué menos que nacer en una ciudad con dos mil años de historia). Y, además de nacer dónde nos da la gana, los coruñeses también somos de todos los barrios que nos da la gana. Yo, que soy de Peruleiro de aquí a la eternidad, también soy de Monte Alto, de la Ciudad Vieja y, ahora mismo, de Castiñeiras de Abajo, así que tengo reconocida en el pasaporte la doble nacionalidad de Cuatro Caminos y la Falperra.

Y como me aburre infinitamente el peñazo identitario de los ocho apellidos coruñeses (todos ellos compuestos), me encanta comprobar una vez más que todo lo humano está plagado de matices, paradojas y contradicciones. Por eso mismo no hay nada más coruñés que la fachada viguesa de María Pita y no hay nada más vigués que reivindicar la Falperra, uno de los barrios más genuinos de Coruña. Y, si en vez de estar siempre haciendo inventario de las minucias que nos separan, a alguien le diese por enumerar todo aquello que nos une a los gallegos, a la lista de los asuntos trascendentes, como la autopista, el churrasco o el himno, a mí me gustaría añadir esta historia de las dos Falperras, en la que se resume una parte minúscula, pero gigantesca, de la biografía íntima de Galicia.