Pequeñas cosas sencillas y bonitas. A Andrés Ríos
Hay un hombre mayor en una estación americana que todos los días graba con su móvil la llegada del tren. Es una especie de rito que comparte con todo el mundo a través de YouTube. Da igual el día o la noche, la lluvia o el viento, el sol. Allí está con su cámara filmando la llegada del tren como un moderno Lùmiere o un Turner con nuevas tecnologías y buenas intenciones. El hombre se sabe de memoria los números de las locomotoras y los horarios y los musita como letanía.
Cuando llega el AMTRAK (así se llaman los trenes de pasajeros en USA) en todo su esplendor brillante, van bajando las barreras de los pasos a nivel y se encienden las señales y las campanas de alerta. Es un espectáculo repetitivo y relajante, el tren se acerca, las señales se activan, los coches se detienen, los peatones esperan, todo va bien. Los trenes AMTRAK son especialmente bonitos. Grandes, plateados, como un Ferrobús pero en versión nave espacial. En España hemos perdido el gusto por los trenes grandes y plateados, ahora son todos estilizados y encima con el vicio de llegar tarde muchas veces, o de quedarse paralizados en el medio de la nada, como lombrices arrasadas por el calor del verano. Seguro que los AMTRAK también llegan tarde, lo sabré si algún día me animo a viajar a esas tierras cruzando la Mar Océana.
Del AMTRAK se bajan todo tipo de personas: gordos americanos con su visera de algún equipo de béisbol, señoras del estilo “Chicas de Oro” con sus coloristas maletas de ruedas, familias numerosas de amish con sus gorros, sus cofias y sus niños laboriosos y educados (los amish no van en coche, van en carromatos porque reniegan del mundo moderno, pero el tren no lo rechazan, quizá porque es un medio de transporte civilizado), jóvenes surferos, amantes de los trenes que viajan solo por poder ver sus estaciones favoritas y también se baja el revisor, todo un personaje.
El revisor es un negro señorial, con aspecto de faraón egipcio de novela de Cristian Jacq. Con su gorra de plato, sus gafas y su uniforme, siempre habla con el hombre de la cámara y le cuenta novedades del viaje. Al revisor le dan propina porque ayuda con las maletas incluso cuando son las de la familia numerosa de los amish, con veinte bultos, bolsos y niños que no corretean ni gritan, semblantes serios, madre con bebé en brazos y abuelos que bajan de últimos. El revisor se luce, sabe que medio mundo lo mira y admira, podría salir en cualquier película de detectives de los años 70 con su porte y su voz profunda. O en un musical de Broadway, pero allí está, en su tren plateado ganándose el salario y clicando tickets siempre con una sonrisa amable, pero con los nervios a punto y los cinco sentidos alerta. Nadie se mete con el revisor, sabes que de un golpe te puede mandar al otro lado de las vías.
Hay algo tranquilizador y melancólico en ver trenes y estaciones. La gente que va y viene, los maquinistas que saludan con la bocina a los que graban, las luces y las barreras, los revisores uniformados, el ruido y el traqueteo, los amish que luego llegarán a su comunidad en su carromato de caballos negros.
Hoy estamos todos tristes por la marcha de un amigo y un gran hombre. Si hay un cielo, Andrés está allí. Muchas veces pasaba por delante de mi casa con su perrita y Hannibal, el perro del visillo, los saludaba con ladridos. Pequeñas cosas que echas de menos. Pequeñas cosas bonitas y sencillas, como ver pasar un tren plateado. O un gran hombre paseando a su perro.
