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¿Por qué queremos tanto a Ney?

La estatua de aquel perro bonachón y pacienzudo, que uno se encontraba el sábado por la mañana en los soportales de la plaza de Lugo, se ha convertido en la mascota eterna de la ciudad.

—¿Dónde quedamos?

—Donde siempre.

—¿Donde el perro?

—Donde el perro.

Cuando voy a dar un paseo por Coruña con mis amigos Xurxo y Jorge, a la hora de fijar la cita, siempre se repite este diálogo por WhatsApp. “El perro” es la estatua de Ney en la plaza de Lugo, a la que los pequeños sacan brillo acariciándole su cráneo imperecedero de bronce. Es el kilómetro cero de nuestras caminatas, a las que nos aficionamos hace ya algunos años –en otro trabajo, en otra vida–, cuando después de comer en la cantina de la empresa, dábamos unas vueltas al edificio para oxigenar las neuronas antes de volver al teclado. Otro amigo, que nos veía girar y girar alrededor de aquella nave del polígono de Sabón, nos bautizó entonces como ‘The Walking Dead’. Y ahí seguimos, caminando sin rumbo como los muertos vivientes del apocalipsis zombi, sólo que con mejor cara (o al menos eso nos gusta creer).

En una ciudad que, como todas las ciudades, está llena de bustos y placas de homenaje a prebostes con levita, gerifaltes de largos apellidos y oscuros diputados de los que nadie se acuerda –y cuyo mayor mérito para estar en el callejero municipal es que tenían nombre de calle desde pequeñitos–, el monumento de Ney es uno de los pocos que se levantó por aclamación popular. Ney era el perro que uno se encontraba el sábado por la mañana en los soportales del mercado, en la puerta de la floristería de Marisol, a la que todo el mundo llamaba la floristería de Marisol, y sólo algunos llamaban Armonía, que era el nombre oficial del registro mercantil. Entre lo entrañable y lo oficial ya sabemos qué elige siempre el personal.

Ney era un golden retriever pacienzudo y bonachón y, como los niños no paraban de darle golosinas y mendrugos de tapadillo, su dueña tuvo que colgarle un cartelito del cuello –en plan barrilete de San Bernardo, pero sin whisky de rescate– donde se leía: “No me deis de comer. Gracias”. A partir de ahí, los canijos, en vez de darle chuches, se le subían encima, como si fuese un poni, y el bueno de Ney era tan bueno que ni siquiera rechistaba. Como mucho, parpadeaba un poco. Creo que nunca le oí ladrar.

Cuando murió, allá por el 2014, los vecinos y asiduos de la plaza de Lugo, que somos todos, exigimos una estatua de homenaje a la mascota oficiosa de la ciudad. El Ayuntamiento, tras comprobar que el difunto can no era un rival político –ni siquiera en los sondeos del más allá–, dio sus bendiciones y sus expedientes, y ahí tenemos al perro resucitado en forma de escultura. Desde entonces, han pasado ya dos o tres alcaldes por María Pita. Pero mientras los alcaldes pasan, Ney permanece. Es lo que tiene ser eterno. La eternidad de la estatua consiste en que lo único que se le gasta un poco es la coronilla. Porque los pequeños siguen rascándole la cabeza y subiéndose a la chepa exactamente igual que cuando estaba tumbado entre los ramos de flores de Marisol.

Lo de llamar Ney a los perros en Galicia viene de muy lejos. De 1809 nada menos. Ney era uno de los mariscales de confianza de Napoleón, que lo envió a España para tratar de aplastar a los nativos durante la guerra de independencia. Los gallegos no se dejaron intimidar y el héroe de la batalla de Borodino tuvo que salir por piernas de Pontevedra, donde dieron una de las más sonadas palizas a quien el Imperio napoleónico había bautizado como “valiente entre los valientes”. Para mofarse del huidizo mariscal, los paisanos decidieron llamar Ney al can de la casa. Y ahí sigue la venganza, doscientos y pico años después. Los gallegos somos muy buena gente, pero si nos ponemos, nadie nos gana a rencorosos. Se ve que, en el fútbol y en la vida, somos de amores y odios eternos.

Así que, al acabar nuestra ronda por la ciudad, después cinco mil pasos y de arreglar y desarreglar el mundo tres o cuatro veces, cuando volvemos a la plaza de Lugo para despedirnos hasta la próxima paseata, mis amigos y yo siempre nos acercamos a Ney para pasarle la mano por el lomo. Qué mejor mascota para ‘The Walking Dead’ que un perro resucitado.