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Doce años muerto. En su casa. En pleno centro de Valencia. Antonio Famoso se descomponía lentamente mientras el mundo seguía como si nada: vecinos poniendo la lavadora, carteros dejando publicidad, la comunidad cobrando sus cuotas. Doce años de silencio absoluto. Hasta que una gotera, una puñetera filtración, lo sacó del olvido. 

Se ha escrito estos días que aquella soledad había sido elegida. Que, tras divorciarse, Antonio decidió borrarse del mapa. Ni hijos, ni familia, ni nadie. Puede ser. Pero incluso si eso fuera cierto, ¿qué pasa con el resto del mundo? ¿Dónde estábamos todos mientras alguien se desdibujaba con tanto éxito? ¿En qué momento empezamos a considerar normal que alguien desaparezca así, sin ruido, sin preguntas, sin memoria?

La historia de Antonio es extrema, sí. Pero no es un delirio aislado. Es un espejo sucio y grotesco que nos devuelve lo que preferimos no mirar: la soledad como paisaje cotidiano. No la de los poetas o los monjes zen. No la de quien se busca y se encuentra. Hablo de la otra. La que duele. La que nadie pidió. La que se instala y no se va por mucho que intentes echarla a gritos.

Vivimos en un país donde más de cinco millones de personas viven solas, donde una de cada cinco dice sentirse sola sin quererlo. Jóvenes hiperconectados, pero sin nadie con quien llorar sin filtros. Madres atrapadas en casas que se les han vuelto cárceles. Mayores viudos que ya no figuran en ninguna agenda. Y gente de mediana edad que, un día, mira a su alrededor y se da cuenta de que no tiene a quién llamar. Personas que sobreviven con la sensación de haber dejado de importar hace tiempo.

La soledad no siempre se ve, pero se nota. Pesa. Se cuela sin hacer ruido. No tiene edad, ni clase, ni una causa única. Puede atraparte con 20 años mientras finges encajar en una pandilla, o a los 50 cuando tus hijos ya no te necesitan y tus amigos se evaporaron en divorcios y mudanzas. Puede pillarte en plena maternidad, cuando el mundo se reduce a pañales, parques y una pareja que no comparte ni el peso ni la palabra. Puede instalarse en tu salón, aunque compartas techo con alguien. Porque no es ausencia de compañía: es ausencia de vínculo. De alguien que mire y te vea. Y te nombre. Y te escuche sin prisa.

Somos animales sociales, repetimos como mantra. Pero en esta selva moderna, cada cual va a lo suyo y punto. Byung-Chul Han lo dice sin anestesia: las redes sociales y el mundo digital han creado un enjambre de individuos aislados, que se comunican a ráfagas, sin vínculo real. Somos yoes cansados, cada uno encerrado en su cápsula, optimizando su rendimiento, cronificando su soledad. Las relaciones son líquidas, breves, de usar y tirar. El nosotros ha muerto. No queremos molestar. Y, sobre todo, no queremos que nos molesten. Así que nos atrincheramos en nuestras burbujas, en nuestros horarios, en nuestras pantallas. Y mientras tanto, el vecino desaparece. El amigo se esfuma. La madre se queda sin voz. Y el silencio se convierte en costumbre.

El resultado está delante de nuestros ojos, aunque no lo vemos. O sí, pero lo ignoramos. Porque hay miles de personas vivas que llevan años sin que nadie les pregunte cómo van. O que contestan un “bien, gracias” automático, sin alma, porque ya saben que a nadie le importa. Hay vidas que se van borrando en silencio, mientras todos seguimos haciendo scroll, ajenos, distraídos. Porque seguimos conectados, sí, pero más al algoritmo que a las personas, más al botón de llamada a la acción que a la vida.

Hay que recuperar músculo social. Reaprender a quedar. A hablar. A escuchar. A dejar de fingir que vamos bien cuando no es cierto. A admitir que tenemos hambre de comunidad. Y sí, da pereza. Da miedo. Da vergüenza. Pero más miedo da llegar a viejo y que nadie lo note. Más miedo da que una gotera sea lo único que impida que alguien –que podrías ser tú– desaparezca del todo.